¡Nadie dispara a Santa Claus!

Y se fue sin sonreir,
esos verdes ojos y cara desgastada
que la noche marchitaba todas las lunas de domingo.
Cruzó la calle sin girar la cabeza
y nunca dijo adiós,
ni siquiera hasta pronto.
No supe si se marchó siendo féliz,
o si quiso no mirar atrás
por la simple razón de no pensar en ello más.
Llegué a estar astiado,
soñando con su reclamo
y con mil preguntas sin respuesta.
Y me despedí de ella,
desde mi agonía.

En aquel acto destructivo
pudo entregar su corazón en llamas.
Fue un hecho de auto-afirmación.

¡Nadie dispara a Santa Claus!

Salvo un valiente
bajo el consenso de los hombres y mujeres libres.
Lo nombraron propaganda por el hecho,
en esa casa de la Gran Vía,
bajo el sueño esperanzador de la masa alienada.
Saludando y vitoreando,
bajo el influjo de la ilusión programada.
Nadie ofrece su corazón a la muerte
si no es bajo el influjo de la esperanza del amor.
Pudo entregar su corazón en llamas
pero disparó a Santa Claus.

Y se marchó,
eso hizo.
Cruzó la carretera, giró dirección sur
y la perdí de vista.

Nunca supe el porque de su enfado
y me dejó solo con mi abstracción.
Dibujando un cuadro en mis pensamientos
con la figura inerte del fusilado.
Su sangre inmóvil deslizándose por la tela.
Y su colgante, con la figura de la fugitiva,
arrancado de su cuello.
Solo su recuerdo,
una cosa de aquel día.

¡Nadie dispara a Santa Claus sin su permiso!

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